domingo, 24 de abril de 2011

Cerrando el auténtico cerco


Inés avanzaba aceleradamente hacia el despacho del alcalde. En las últimas semanas habían ocurrido crímenes que se salían de los cánones habituales de la urbe: desmembramientos, gente enloquecida, una sensación de temor generalizada entre el cuerpo de policía por lo que estaban viendo, sin saber qué hacer, como meros espectadores cuando eran los encargados oficiales de los problemas. Ella no pensaba apenas en lo que acontecía por la saturada mente del alcalde. Su trabajo era llevarle los informes que pidiese, concertarle las citas en su endiablado horario y llevarle el café con su correspondiente mirada provocativa. No le daba importancia, era un trabajo y ni siquiera vivía en la ciudad.

Se atusó el cabello pegada a la puerta del despacho, se ajustó la falda ejecutiva y con aire decidido abrió la puerta.

-Señor Alcalde, le traigo los...

Dejó caer los informes al suelo ahogando un grito entre sus manos. Cayó de rodillas, sin poder dejar de mirar la escena que se abría ante ella, la sangre que envolvía la sala, el cuerpo del alcalde y que dibujaba en el suelo tapizado esa horrible palabra que habían marcado los informes policiales como patrón común a los crímenes. Las lágrimas surcaban su rostro, sin atender a los pasos agitados que venían del pasillo alertados por su grito.

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-No están, ¡No están aquí!-gritaba Ramón nerviosamente a su acompañante.

-Vamos tío, Zimerman nos está esperando, si la cagamos en esto nos colgará, ya viste lo enfadado que estaba.

-¿Qué quieres que haga, joder? Hasta hace cinco malditos minutos ni siquiera sabía que en este edificio había armas.

-Venga, tiene que haber algo. Mira esa caja, veo brillar algo por las ranuras.

Apartando las otras cajas Ramón abrió la que le señalaba su compañero. Dentro se encontraban apiñadas pistolas de todo tipo, todas de cañón pequeño y con un desgaste obvio incluso para el ojo no experto. Comprobaron si tenían munición. Era lo único que había en ese armario al terminar de registrarlo.

-Esto es basura tío pero tendrá que servirnos. Venga, relájate, no nos pasará nada y hasta puede que le caigamos en gracia al príncipe.

-¿Caerle en gracia?-Ramón le miraba desquiciado-. ¿Qué coño estás diciendo? No me importa caerle en gracia, nos van a matar, ¿es que no lo entiendes? ¡Vamos a palmarla junto a ese gilipollas!

-Shhh baja la voz, ¿quieres? Alguien podría oírnos, lo que nos faltaba si Zimerman se enterase de que vamos insultándole por detrás. Y relájate, somos vampiros y Zimerman y los gorilas que le acompañan parecen la hostia de fuertes. Lo que ha pasado...-miró al suelo bajando la voz- no sé qué ha pasado, pero saldremos de ésta, ¿vale?

Caminaron en silencio con la caja de las armas, dirigiéndose a la entrada. Las palabras de Fred no tranquilizaron a Ramón, intentaba convencerse más a sí mismo que explicar la situación de forma objetiva. Nunca habían destacado en la ciudad, ni pretendían cambiarlo. Sus ínfulas no pasaban de beber más sangre de la necesaria cada noche y fanfarronear ocasionalmente en los tugurios cainitas que les permitían pasar. Dudaban incluso que el príncipe de la ciudad recordara sus nombres, las escasas misiones que les mandaban las podía realizar un niño a la salida del colegio de proponérselo, y nunca venían directamente de Zimerman.

En la entrada les esperaba Remintong, el Sheriff de la ciudad. Solo le habían visto una vez anteriormente, afortunadamente para su existencia: ver a Remintong era sinónimo de que habías hecho algo realmente mal. En esa ocasión fue el repaso de las reglas de la Camarilla, con sus castigos bien remarcados, para aclarar ciertas dudas que surgieron en un pequeño colectivo y que pudiese ser que fuesen confundidas por el resto de cainitas. La congregación en su día escuchaba en silencio al enorme vampiro, y en la entrada de los aposentos del príncipe los vampiros que se encontraban también permanecían cabizbajos, mirándole de soslayo sin articular palabra. Zimerman se encontraba en el centro de la sala, sentado en una silla sujetando una escopeta, indiferente a lo que ocurría a su alrededor.

-¿Esto es todo?-les espetó Remintong al revisar la caja con las pistolas-. Tendrán que servir. Repartidlas entre los que no vayan armados.

-¿Pistolas? ¡Para qué queremos pistolas frente a los antidiluvianos!- gritó uno de los vampiros de la sala a unos pocos metros. Todos le miraron con la boca abierta, algunos asintieron en silencio y la palabra Gehena empezó a oírse en susurros. Fred miró a Remintong para ver su actitud pero ya no se encontraba junto a él.

El Sheriff había saltado sobre el vampiro y le mantenía sujeto del cuello, alzado en el aire.

-¡Los antidiluvianos no se han levantado!- tiró al suelo al cainita, girando sobre sí mismo para tener a la sala en su alcance visual-. No nos hemos convertido en humanos. Tampoco hemos perdido la sed de sangre. Somos capaces de utilizar nuestras disciplinas y, por favor, Caín no camina entre nosotros, oculto para devorarnos. ¡La Gehena no ha llegado porque no existe!

El silencio volvió a reinar en el ambiente. Nadie se miraba entre sí y mucho menos a Remintong pero todos tenían en mente lo mismo. El brutal asesinato del alcalde había hecho mella en los pilares de la ciudad, todos sabían que ni siquiera Zimerman con su cerco de censura sería capaz de ocultarlo al mundo humano. Sin cabeza, sustituida por la de otra persona, lleno de sangre y con la palabra Gehena escrita en el centro de su despacho. Pero incluso eso podría haber sido obra de personas ajenas, interesadas en crear ese clímax de miedo.

Si se encontraban allí, congregados junto al Príncipe y su Sheriff y armándose, era por lo acontecido en ese edificio apenas unas horas antes. Habían asesinado al portero del lugar, sin torso teniendo en su lugar el de un desconocido. Una maniaca ola de destrucción que había acontecido delante del mismo Zimerman, el gran y todopoderoso lugarteniente, el que dominaba la ciudad desde hacía años. Eso solo podía ser obra de alguien muy poderoso. O de algo. La Gehena.

Fred había terminado de repartir las armas. Miraba a Ramón para obtener alguna pista sobre cómo actuar en esa extraña situación pero se encontraba encogido junto a un pequeño grupo de vampiros. Sujetando su propia arma miró a Zimerman:

-Señor Zimerman, todas estas armas...quiero decir, ¿salimos esta noche de caza a por los que hicieron esto?

Todos los ojos se posaron en Fred. Intimidado mantuvo la mirada en el Príncipe, el cual no parecía reaccionar a estímulo alguno, incluyendo su pregunta. Cuando parecía que lo correcto era buscar un rincón similar al de los demás para agazaparse Zimerman habló:

-No. Esta noche no salimos a cazar- Zimerman levantó la mirada, haciendo encoger a Fred-. Esta noche nosotros somos la presa.

Fred se tambaleó sobre sí mismo, atemorizado al descubrir por qué todos estaban en ese estado, por qué se habían reunido allí armados con lo que encontrasen, por qué la atmósfera estaba cargada de incertidumbre y pavor. En los ojos de Zimerman vio la causa de todo ello. El Príncipe de la ciudad tenía miedo.

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