martes, 31 de mayo de 2011

El baile final (relato)


El traje era de primera calidad. Antaño, cuando los cainitas afilaban sus lenguas y practicaban frente al espejo sus dotes de oradores, Zimerman estrenaba muchos trajes, venidos de los mejores diseñadores del mundo humano y vampírico. El nudo Windsor, la elección de los gemelos a juego con camisa de doble cierre, la propia fragancia sutil pero a la vez penetrante, todo su aspecto lo utilizaba para transmitir su presencia entre sus pretenciosos compañeros ávidos de poder. Eran noches distintas, en ciudades donde hasta el peor de los desalmados conocía su posición en la escala social.

Tomar el principado de Alcalá de Henares le adormeció. Mientras tanteaba los relojes de pulsera veía con más claridad que nunca que todo lo acontecido hasta ahora había sido su culpa. Madison, la primogénito Tremere, no habría muerto la semana pasada, sus acólitos no se esconderían en los rincones más oscuros y no tendría necesidad de hacer tratos con sus subalternos humanos. En definitiva, no habría perdido el control de su ciudad. La falta de rivales políticos, de vampiros con aspiraciones más allá de llenarse la garganta cada noche habían producido en él un entumecimiento muy diferente del habitualmente físico. Se había engañado hasta ahora dejando que los demás le mantuviesen en su ilusión: la ciudad no había prosperado con él, había languidecido lentamente pero de forma inexorable.

La muerte de Madison sería vengada esa misma noche. No había Gehena, algo de lo que estaba seguro desde el principio. Ella había descubierto gracias a sus habilidades y a su talento natural (su pérdida es irremplazable) que detrás de las muestras apocalípticas del fatídico evento se encontraban disciplinas venidas de un aislado vampiro: dementación y dominación. Zimerman se formaba una idea muy definida en su mente del tipo de monstruo que había realizado toda la puesta en escena.

La puerta de la habitación sonó:
-Señor Zimerman, ya está todo preparado- decía García desde detrás de la puerta.

-Gracias, Pedro. Reúnete con tu gente y continúa con lo que hemos hablado.

Se atusó la chaqueta ejecutiva. Lo único que no alcanzaba a comprender era el motivo por el que ese vampiro había decidido empezar una ola de miedo y pánico en su ciudad. Estimulado por sus recuerdos del pasado se inclinaba a verle como un taimado adalid, experto en argucias con un intrincado ardid para utilizar la incertidumbre de la Gehena a su favor. También podía ser un senescal desterrado de tierras lejanas que quisiera retomar su pequeño imperio particular comenzando por una pequeña localidad, ganando aliados en cada movimiento.

-O puede ser simplemente un completo lunático-se dijo así mismo Zimerman mirándose al espejo.

Un último repaso a su figura le confirmó que estaba preparado. Esta noche en la exposición se acabaría todo. No se sentaría en una silla con una escopeta, esperaría a que la mosca se enredase en su telaraña, igual que otras muchas en el pasado. Sus dedos no palparían un gatillo nerviosamente, se encontrarían anudados ocultando su sonrisa mientras observaba a su enemigo ahogarse en su propio ataque. Ahora que le podía poner una existencia palpable sabía que necesitaría un golpe de efecto para reavivar el miedo a la Gehena, y aprovecharía una reunión donde los altos cargos vampíricos y humanos asistiesen junto a la prensa y la masa media de ambas poblaciones. Y ahí desmontaría todo su circo momentos antes de acabar con su vida.

Salió a la calle, dejando que le abriesen la puerta de la limusina sin cambiar su expresión. El trayecto fue tranquilo hasta llegar a la exposición, donde vio la aglomeración de curiosos e invitados entrando al recinto. Aparcaron en la entrada:
-Ya puede salir, señor Zimerman- le dijo su chófer.

Con paso firme avanzó hacia la sala principal de su exposición, manteniendo un gesto adusto a la vez que el resto de su cuerpo transmitía seguridad. Era el último baile y conocía a la perfección los movimientos.

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Mírase a donde mírase solo veía el caos que había producido. Hace una semana la ciudad era prácticamente suya y ahora se encontraba ante un último plan sujeto con alfileres. El alcalde de la ciudad había muerto, el ignorante príncipe de los chupasangres se atrincheraba en su piara particular y tenía más seguidores que nunca. Sentía ser capaz de tocar al mismísimo Caín en su tumba etérea cuando llegó a la universidad y vio el cadáver de la maga jefa. Apenas le costó volver a tomar el control del hombre-lobo; le convertiría en la mano ejecutora de la Gehena cuando el gran padre volviese a caminar entre ellos y pidiese explicaciones a su lugarteniente, él mismo, el que había transmitido el mensaje de una forma tan arrolladora.

Paseó por la ciudad en persona, atacando y utilizando a todo vampiro menor que se encontraba. La incertidumbre sembrada hace semanas había dado sus frutos en forma de pánico. Pero todo eso se había perdido. La sucia hechicera manchó su nombre antes de morir y transmitió sus mentiras al mayor de los cerdos, a ese Zimerman. En apenas dos días los lugares de reunión vampíricos se llenaban con la estúpida idea de que la Gehena nunca había sido real, que todo era obra de un único vampiro al cual se podía encontrar, cortar, golpear y destruir como a cualquier otro ser.

Hizo un último balance de sus recursos: el panorama era desolador. Sus seguidores humanos, unos cincuenta, hacían piña bebiendo, fornicando y matándose entre ellos mientras bebían su propia sangre en una triste parodia del mundo cainita. Los que utilizó desde el principio tenían la mente tan colapsada que se habían vuelto poco más que cáscaras de piel, músculo y hueso, apenas pudiendo mantenerse en pie y balbuceando. Ya no recibía fervorosos reclutas nuevos, ávidos de sangre vampírica y fácilmente maleables entre la locura y la dominación. La campaña de desinformación en el mundo humano después de la muerte del alcalde (''un grupo de delincuentes extranjeros peligroso y desesperado, manténganse en sus casas hasta que la policía se encargue'' recordaba con cara de asco) había hecho que se ocultasen como ratas. Solo le quedaba la escoria recogida del pasado, vestida con harapos y armada con tablones de madera enmohecidos.

Por el lado vampírico no mejoraba su perspectiva. Al tener que realizar una mayor presión en los rincones de su mente muchos habían perdido la chispa de la propia vida, entrando en círculos cercanos al autismo extremo. Se balanceaban agazapados, dormían sin despertar agitándose en sus lechos. Tendrían que ser los que recibieran los disparos hasta reventar, no podía esperar mucho más de ellos.

Quedaban el hombre lobo y él mismo. El perro requería un control continuo, sin bajar la guardia en ningún momento para no perder el dominio. Incluso a un vampiro de su talento le costaba en extremo poder mantener a un hombre lobo de esa forma. Pero lo que le preocupaba realmente era su propio estado anímico, la fuerza de sus convicciones y su tesón en el objetivo marcado.

¿Era realmente el pastor de la Gehena, el enviado oculto del sumo padre Caín? Se había fortalecido durante décadas incontables, destruyendo ciudades a través de la subyugación del mensaje en la mente de su población. Todas habían sucumbido, la Gehena se expandía y el padre Caín despertaría para premiarle y castigar a los impuros y los traidores. No era la primera vez que dudaban de la existencia del mensaje, de las santas palabras que transmitía, obligándose a pasar a los hechos más objetivos. Pero por primera vez una parte de su mente le decía que se olvidase de todo aquello y que saliese huyendo mientras tenía la posibilidad.

Evitó darle más vueltas de las que ya le había dado a lo largo de la semana. Si él dudaba de su pensamiento es cuando realmente estaría vencido. La exposición. Los mandatarios, los sucios mandamases. Todos ellos verían el poder de la Gehena en pleno apogeo esta misma noche mientras se lamían sus pomposos culos mutuamente, creyendo que todo se había acabado.

Se levantó y gritó con todas sus fuerzas. Se hizo el silencio en el campamento, clavándose todos los ojos en él:

-¡Escuchadme! Hemos pasado por mucho durante este tiempo. Hemos visto cómo el padre de todos nosotros, Caín, nos podía duras pruebas para transmitir al mundo la llegada de la Gehena. Hemos tratado de hacérselo saber a los ciegos y sordos de mente. Hemos visto cómo nos han matado, nos han enterrado y nos han intentado olvidar. -permaneció en silencio y pasó lentamente la mirada por todo el círculo-. Pero lo que no hemos hecho ha sido sucumbir a su perjuria. Hemos mantenido firmes nuestras ideas, nuestros conocimientos, ¡nuestra certeza! Nuestro padre, Caín, nos recompensará por ello, nos dará lo que más deseemos para poder sobrevivir a la Gehena como los únicos merecedores de ellos.

Los humanos se encontraban de pie sonriendo frenéticamente, abriendo la boca hasta desencajarla. Los vampiros enseñaban sus colmillos. El hombre-lobo aullaba con fuerza.

-¡Vayamos esta noche, demostrémosle el camino equivocado que han tomado! ¡Transmitamos la palabra! ¡Porque será esta noche la que pasará a la historia, la que hará que seamos recordados por siempre!

La masa se agitó de júbilo, gritando y saltando. Agarraron sus armas, todas sus pertenencias y montaron en los desvencijados automóviles que rodeaban el campamento a las afueras de la ciudad. El orador se dio la vuelta y se mantuvo oculto. En él no había esa alegría moria. Seguían las dudas en su mente, en su corazón mismo, pero sabía que ya no podía echarse atrás.

Esta noche bailaría con la propia muerte, ganase o perdiese la guerra.

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